sábado, 26 de marzo de 2011

La vida

Ayer tuve oportunidad de estar unas cuantas horas en un hospital de acompañante. Durante las mismas pude observar el movimiento de personas que llegan y esperan hasta salir de allí con un diagnóstico y la medicación adecuada.
No pude evitar sentir una fuerte opresión en el pecho, quizás porque lo que allí se ve no deja de ser una repetición de algo que ya viví y marcó mi vida, además de otras situaciones que no dejan de ser violentas para quien no está muy acostumbrado a esos ambientes.
Ayer se festejaba la llegada de la primavera con un gran botellón en los alrededores de la universidad, y lo único que han hecho muchos es beber, beber hasta perder todo control, beber hasta llegar al límite de la resistencia del cuerpo. Ni bien llegué dos chicos estaban en camilla, habían tenido un accidente de tráfico, ambos con unas cuantas copas de más, ambos con collarines, ambos con lesiones internas, ambos sobrevivientes de una gran irresponsabilidad. Las ambulancias no dejan de llegar, chicas jovencísimas en coma etílico, padres desesperados buscando a sus hijos...
De pronto una mujer que estaba tumbada en una camilla se levantó gritando, dando golpes a quien se pusiera por delante, quitándose las guías, arrastrándose para salir de allí, no sabría decir en qué idioma hablaba, pero era joven, vestía un camisón de satén marrón chocolate de esos de tirantes, era alta y robusta, sin embargo, sus gritos desgarradores y todo un grupo de personas detrás y delante de ella para controlarla daban escalofríos. En las salas de espera hay un gran contraste, por un lado gente mayor, muy mayor, por otro jóvenes muy jóvenes. Los unos miran a los otros.
Los unos no entienden a los otros. Los unos que empiezan a vivir la vida, los otros que están recorriendo el trayecto final. Los unos y los otros, tan distantes y tan cercanos. Los unos y los otros, y yo.. yo observando en medio de ambos.