Foto: Claudia García
Al ver el pizarrón hurgué en el baúl de los recuerdos. En la memoria tengo
momentos inolvidables con él y de algunos de los profesores que me llevaron “al
frente”. Algunos de ellos marcaron “amores” de por vida, otros simplemente pasaron
sin pena ni gloria. Aquellos que si dejaron huella, es indeleble.
La primera
fotografía metal que recuperé fue de nuestro profesor de literatura y/o lengua,
Mónaco. Nos hizo un examen, me descontó un punto por no haber puesto
acento/tilde en “había”. Ante su duda, (mi letra era minúscula) me hizo pasar
al frente y escribirla, y cometí el mismo error. Nada un punto menos. Luego
repetimos y sabía que había escrito todo bien, pero …. esta vez no vio mi
acento y por más que le reclamé no me cambió la nota. Creo que por aquella época buscaba la parte artística de
nosotros, propuso un concurso de cuentos breves
y María Antonia Artola lo ganó. Amaba los libros, la buena escritura y
era un hombre sereno, con una gafas cuadradas y gruesas.
De él conservo ese
amor por la “buena letra”, por los libros y por todo lo que tenga que ver con
“viajar en el tren de la palabras”, y sin ninguna duda, por amar nuestra
lengua, por intentar escribirla bien y por no dejar de aprender su correcto
uso.
Otro de mis amores, han sido los números, ¡ah! ¡qué locura! y
Nina Andreu los explicaba de maravilla. Tuvimos una compañera que estuvo de
paso y los amaba, para ella eran la perfección, estaba enamorada de ellos y
creo que Pitágoras era su dios. Parece contradictorio, letras y números, sin
embargo, son dos de mis pasiones. Luego, con los años vino María, una profesora
española que al igual que Nina también amaba la enseñanza y los números, claro.
También estaba Lilian Berges, (no estoy muy segura del
apellido), profesora de Geografía, de estructura delgada, con el pelo largo y
siempre perfecta de los pies a la cabeza. Me encantaba su elegancia y cuando
nos contaba de sus viajes por Europa yo soñaba con hacerlos algún día. Lo de la
elegancia y sus formas tan delicadas no estaba en mi imitarlas, pero viajar,
eso sí quedó arraigado en mi.
Recuerdo un día que teníamos clases de Biología con
“La paloma”, apodo con que reconocíamos a nuestra profesora. Ya ni me acuerdo
de su nombre. Era maciza, redondeada y maciza. Venía a clases muy elegante, era
mayor, con su pelo arreglado de peluquería, y un portafolios. No volaba la
mosca en sus clases, le teníamos un respeto o miedo que se notaba en el aire ni
bien entraba al aula.
Me había estado estudiando un tema al dedillo,
y nos había dicho que nos lo preguntaría. Sacó el listado y dijo: “Cardozo
al frente” la primera. Me quedé lívida, me levanté del asiento y me salió del
susto, que “no había estudiado” y respondió: “un cero”. Me quería morir…
En
fin, algunos recuerdos de esa etapa que vivimos bajo el mismo techo y durante
cinco años unos cuantos compañeros del Instituto Fray Mamerto Esquiú, de Mar
del Plata, Argentina. De esto ya hace 35 años.