lunes, 8 de diciembre de 2014

Nueve años sin vernos, mis recuerdos hoy.


                                                                                                                    © Spinoza AC


La importancia de los amigos en la vida de las personas es tan vital que no nos damos cuenta de ello hasta que nos reencontramos a pesar del tiempo y ese lazo de unión sigue intacto, esa comunicación se mantiene y las adolescentes que fuimos se funden con la mujeres que somos hoy.
Nos conocimos en la secundaria, se sentaba contra la pared debajo de la ventana, su cabello rizado se iluminaba con los rayos de sol, por aquella época tenía dos “costumbres” que me sacaban de quicio. Por un lado un movimiento permanente con la pierna derecha y por otro, que no había hoja de libro o libreta que no tuviera su extremo derecho (si mal no recuerdo) arrugada de tanto darle para arriba y para abajo con la uña. Llevaba unas gafas muy gruesas. No estuvo con nosotros hasta final del curso, sino que al finalizar tercero creo se cambió de instituto.

No puedo recordar bien cómo empezamos nuestra amistad, pero si recuerdo de verla pasar caminando en dirección a su casa que quedaba por el mismo camino que la mía. Por aquella época caminábamos mucho, o teníamos BICICLETA. 

La bici nos daba alas, íbamos de aquí para allá, recorríamos cada recoveco de nuestra zona,  y su casa de la mía quedaba a unas ocho cuadras, más o menos, no importaba la hora ni el día, me subía a la bici y la iba a buscar. Me emociono de recordarlo. Las calles eran de tierra, unos pozos y unas huellas dejadas por los coches impresionantes, éramos unas artistas en esquivarlos.
Cuando llegaba a su casa llegaba muerta de sed, no eran suficiente ni un vaso ni dos de agua, por eso la madre siempre me decía: “te voy a poner la manguera a vos”. En su casa había un olor muy especial, el olor del oficio de su padre que era pescadero, ese olor a día de hoy si volviese a encontrarlo me remitiría directamente a la casa de mi querida amiga. Su madre era una dulce, y el padre un tano de esos que siempre estaban refunfuñando, y sé que en el fondo me quería. 

Íbamos a hacer gimnasia correctiva, no por mi sino por ella, pero yo también me apuntaba la cuestión era estar juntas, aunque en más de una oportunidad me aburría y me iba a pasear por el piso de deportes hasta que ella terminaba y luego nos íbamos juntas hablando hasta por los codos.
Ella es ritmo, es flexibilidad, es arte y coordina a la perfección la música con el movimiento de su cuerpo a diferencia mía que soy una madera. Fue seleccionada para pertenecer a la Guardia del Mar y yo la admiraba, por aquella época practicaba los bailes y me los enseñaba, estaba guapísima en su uniforme. 

Para sus 15 años su regalo fueron las lentes de contacto, toda una  novedad por aquella época, duras como una piedra, no las flexibles que hay hoy, y un lujo. Un día me comentó que estando en un museo con un grupo de personas se le cayó una y gritó a viva voz: “¡Qué nadie se mueva, se me ha caído un ojo! y se puso a gatear buscando su lentilla hasta que la encontró. Nos hemos reído hasta las lágrimas con sus anécdotas.

La vida fue dura con ella en distintas oportunidades, la vi poner manos a la obra en lo que fuera para sacar adelante a su familia, la vi luchar contra la adversidad, pasarlo realmente mal y a pesar de tener un orgullo de narices tuvo que metérselo en el bolsillo para poder salir a flote con el padre de sus hijas. A una de ellas la vi nacer, toda una experiencia. 

La vida nos llevó por distintos caminos, nos hizo coincidir en otros pero a día de hoy nuestra amistad nos sigue fortaleciendo y fundirnos en un abrazo cada vez que nos reencontramos es uno de mis tesoros más preciados. Te requiero mi querida Adriana Ramundo.


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