sábado, 7 de febrero de 2015

La niña y yo

© Spinoza AC


Primero la vi a ella con su padre. Luego se acercaron su madre y hermano. Les cedió su asiento otra pasajera y se sentaron todos juntos.

Íbamos sentadas en filas distintas y en direcciones opuestas, en diagonal. Yo estaba en la misma dirección del recorrido del tren y ella en la dirección contraria, sin embargo nos podíamos ver directamente porque el campo visual no estaba ocupado y porque no había muchos pasajeros a esa hora.

Ella iba en el asiento de la ventana. La diferencia de edad entre ambos no sabría a ciencia cierta decirla pero más de diez años seguro. Los años que tendría ella. Su padre llevaba un sombrero negro y una chaqueta de cuero del mismo color. Su madre iba en la gama de los marrones.

Yo iba sola, sentada en la ventanilla también.

En la parada del aeropuerto subieron unas cuantas personas, extranjeras, turistas.
Uno de los pasajeros se sentó enfrente mío, pero en el asiento contrario. Disimuladamente fumaba su cigarrillo electrónico, una calada, miraba aquí y allá, una segunda y una tercera.
De pronto se levantó y se sentó a mi lado dándome la espalda.

En ese espacio del vagón, habían dos chicos más, ambos concentrados en sus respectivos móviles.

Hablaban a voces, quizás por el ruido del tren necesitaban hacerlo o quizás por esas copas de más que traían en el cuerpo y que se reflejaban en la lengua trabada al hablar y en unos ojos desencajados y rojos. Hablaban inglés.
Alguien contó algo y retumbó sobre el sonido del tren la carcajada de mi acompañante y la risa de los otros, nos asustamos. 

Pude ver a la niña que se había sobresaltado igual que yo y en esa distancia de pasillos, pero en esa cercanía visual nos sonreímos. Su mirada coincidió con la mía, quizás porque ambas reaccionamos igual, quizás porque su susto y el mío se reflejaron al unísono. Su sonrisa preciosa, leve, sin aspavientos, con sus ojos iluminados por estar viviendo un momento distinto al que se estaba produciendo en su entorno. Éramos cómplices del susto y eso nos gustó.

Nuestro destino era el mismo, antes de bajar, me puse la chaqueta, arreglé mis cosas, me levanté. Le sonreí y la saludé con la mano, me devolvió la sonrisa y el saludo. Su hermano y madre se dieron cuenta de nuestra complicidad, y pude escuchar por encima del hombro cómo le llamaban la atención y le recriminaban saludar a una desconocida. 

No entiendo el francés, pero para algunas cosas las traducciones son innecesarias.


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